Te bajaste del taxi como una actriz.
La guitarra en mano fue una primera metáfora de tu vida urgente: a todos lados
llegás pateando la puerta. La remera desbocada también habló por vos, te daba
un aura especial: como si estuvieras preparada, cómoda y ágil, para deslizarte
camuflada por los submundos de la profundidad nocturna. Tomé aire rioplatense
para que no se me pongan rosáceos los cachetes y terminar siendo el nerd de la película. Zafé momentáneamente.
No sé cómo terminamos, dos
desconocidos, ejecutando cervezas a las siete de la tarde. La gente tomaba café y
nosotros hablábamos a los gritos, mostrándonos emocionales ante historias
desaforadas. No caímos en interrogantes burgueses ni lugares comunes. Puras
anécdotas espontáneas para saber quienes éramos.
Tu gestualidad causaba un efecto
envolvente, donde convivía la rapidez de tu genio con la bestialidad de una
rockera furtiva. Se te notaba libre de la moderna muerte a las personalidades:
la insulsa moderación. Lo tuyo era puro arrebato. Eso fue suficiente para vapulearme
y bajar mis defensas. En esa avalancha arremetiste con todo: trataste de
machista a Pappo y de garca engreído a Fito Páez. Nada me perturbaba. Podrías
haber hablado mal de mi vieja que lo mismo iba a seguir en pausa escuchando tu
voz genuina que acaparaba todo el ambiente. A esa altura quise ponerme cinturón
de seguridad para no hacer el papelón de caer rendido a tus pies. No hubo caso,
la simulación duró poco. A las pocas horas estabas cantando en el sillón de mi
casa y yo sentado en el piso, en gesto de subordinación absoluta. Todo un
presagio. Me cago en Dios.
Tu voz merece un párrafo aparte. Hay
que revalorizar el hecho humano de cantar, expresión de alegrías y sostén de
nuestras debilidades. Estaría bueno avispar al Ministro de Educación para que ponga
“canto” (o directamente "rock") como currícula obligatoria en las escuelas.
Volviendo a esa noche, la vibración
de tus cuerdas vocales, instrumento irreproducible por máquinas y progresos
tecnológicos, conmovió todas mis partículas sensibles, me recordó malarias pero
también gratitudes. Cantaste y tocaste por horas, ejerciendo ese lenguaje
universal que transmite emociones y llega a todos lados sin importar
nacionalidades ni clases sociales. En suma, se estaba bien en un departamento a
trece pisos sobre el nivel del obelisco. El tiempo se enajenó de su
contabilización y no me acordé de nada más. Quedé embelezado. Tu oficio de
cantora y trovadora fue arrollador. Un desparpajo actitudinal que pasaría por
encima, incluso, a los forajidos más curtidos.
Para no ser tan meloso, también hay
que decir que en tus ojos había vestigios de tormentas pasadas. Me lo
confirmaron tus propias palabras: “soy del auto azote, boludo” (algún día voy a
encontrar en el diccionario la palabra adecuada para explicar la belleza que
hay en su entonación cuando dice la palabra “boludo”). Entonces, cuando todo
terminó, me quedé pensando un largo rato en tentaciones y hundimientos. No hay
justificaciones, pero sí motivos para pensar que en un mundo que engorda, se
aburre y se congracia haciendo zapping, las peligrosas vidas instantáneas son
las únicas que algún día van a ser contadas, por conjugarse en un perfecto caos
armonioso.
No sé si se entiende. Tampoco se
puede racionalizar demasiado. “Si te lo tengo que explicar es porque no lo vas
a entender”, eso respondió Duke Ellington cuando una señora le preguntó qué era
el swing.
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