2012


martes, 3 de octubre de 2017

Rockerita



Te bajaste del taxi como una actriz. La guitarra en mano fue una primera metáfora de tu vida urgente: a todos lados llegás pateando la puerta. La remera desbocada también habló por vos, te daba un aura especial: como si estuvieras preparada, cómoda y ágil, para deslizarte camuflada por los submundos de la profundidad nocturna. Tomé aire rioplatense para que no se me pongan rosáceos los cachetes y terminar siendo el nerd de la película. Zafé momentáneamente.
No sé cómo terminamos, dos desconocidos, ejecutando cervezas a las siete de la tarde. La gente tomaba café y nosotros hablábamos a los gritos, mostrándonos emocionales ante historias desaforadas. No caímos en interrogantes burgueses ni lugares comunes. Puras anécdotas espontáneas para saber quienes éramos.
Tu gestualidad causaba un efecto envolvente, donde convivía la rapidez de tu genio con la bestialidad de una rockera furtiva. Se te notaba libre de la moderna muerte a las personalidades: la insulsa moderación. Lo tuyo era puro arrebato. Eso fue suficiente para vapulearme y bajar mis defensas. En esa avalancha arremetiste con todo: trataste de machista a Pappo y de garca engreído a Fito Páez. Nada me perturbaba. Podrías haber hablado mal de mi vieja que lo mismo iba a seguir en pausa escuchando tu voz genuina que acaparaba todo el ambiente. A esa altura quise ponerme cinturón de seguridad para no hacer el papelón de caer rendido a tus pies. No hubo caso, la simulación duró poco. A las pocas horas estabas cantando en el sillón de mi casa y yo sentado en el piso, en gesto de subordinación absoluta. Todo un presagio. Me cago en Dios.
Tu voz merece un párrafo aparte. Hay que revalorizar el hecho humano de cantar, expresión de alegrías y sostén de nuestras debilidades. Estaría bueno avispar al Ministro de Educación para que ponga “canto” (o directamente "rock")  como currícula obligatoria en las escuelas.
Volviendo a esa noche, la vibración de tus cuerdas vocales, instrumento irreproducible por máquinas y progresos tecnológicos, conmovió todas mis partículas sensibles, me recordó malarias pero también gratitudes. Cantaste y tocaste por horas, ejerciendo ese lenguaje universal que transmite emociones y llega a todos lados sin importar nacionalidades ni clases sociales. En suma, se estaba bien en un departamento a trece pisos sobre el nivel del obelisco. El tiempo se enajenó de su contabilización y no me acordé de nada más. Quedé embelezado. Tu oficio de cantora y trovadora fue arrollador. Un desparpajo actitudinal que pasaría por encima, incluso, a los forajidos más curtidos.
Para no ser tan meloso, también hay que decir que en tus ojos había vestigios de tormentas pasadas. Me lo confirmaron tus propias palabras: “soy del auto azote, boludo” (algún día voy a encontrar en el diccionario la palabra adecuada para explicar la belleza que hay en su entonación cuando dice la palabra “boludo”). Entonces, cuando todo terminó, me quedé pensando un largo rato en tentaciones y hundimientos. No hay justificaciones, pero sí motivos para pensar que en un mundo que engorda, se aburre y se congracia haciendo zapping, las peligrosas vidas instantáneas son las únicas que algún día van a ser contadas, por conjugarse en un perfecto caos armonioso.
No sé si se entiende. Tampoco se puede racionalizar demasiado. “Si te lo tengo que explicar es porque no lo vas a entender”, eso respondió Duke Ellington cuando una señora le preguntó qué era el swing.

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