Yo estaba
como lo era usual, en aquel y en todos los tiempos, perdido frente al ordenador. Ella, en silencio y tan linda como siempre, envuelta en
sábanas y leyendo una novela que ahora no alcanzo a recordar. Me miraba y me
miraba, yo esquivaba tamaña sugestión.
Cada tanto caminaba por alrededor de los cuarenta metros cuadrados,
siempre descalza y con una camisa mía en donde hubieran entrado tres cuerpitos
suyos. Yo seguía absorbido por la fantasías que escribía, me habían sido
indiferentes esos paseos suyos en donde, mucho tiempo después, me caería la
ficha de que ella ya estaba pensando en Munich, aeropuertos y conferencias de
chicos tan nerds como ella misma. Cual iba a ser mi rol? Ninguno, no me lo merecía,
si habían pasado tres semanas seguidas con ella torturándome el oído para que
la acompañe a sus eventos sociales y yo, al igual que ahora escribiendo esto,
solo pensaba en terminar el siguiente párrafo.
Y todo salió como era planeado, me dio un
buen beso en la boca y salió por la única puerta que me comunicaba con el
exterior. Ese fue el final. Ya nunca más me atendió los llamados ni mensajes. Su
futuro era prometedor, los dos lo sabíamos; el mío tan solo un precipicio al
que me entregaría sin luchar. Y así fuimos en verdadera libertad por separado;
otra vez había echado todo a perder por causas totalmente innobles e
inoficiosas.
Pero hoy estaba leyendo la revista
dominical del monopolio y me di con ella entre sus páginas: todo una exitosa emprendedora
que triunfa en el extranjero como programadora; y yo sigo acá, enredado con la
misma papeleta que dos años atrás. Y también resulta que hoy es su cumpleaños y por fin nos llamamos y no nos
peleamos. Todo una epopeya.