Todo empezó en Mario Bravo y
Cabrera, esquina donde tomamos nuestro primer café contextualizados por una
mesa políticamente correcta: colegas de posgrado. Sin conocerme aseveró su
afiliación radical y, para marcar aún más la cancha y su raigambre ideológica,
contó que a los diez años, sin entender demasiado y por puro instinto, lloró
frente al televisor cuando Menem ganó las elecciones del 89. Nos conocimos en
plena grieta mientras su paciencia se acababa. La política siempre expulsa a
los buenos. Vivía (y parece que vivimos) una transición.
Un hermano mayor, así lo definiría. Un
hermano que siempre esta protegiendo a los suyos. Un ciudadano que aró a puro
sudor el camino por que el transitamos los que venimos detrás. Por eso sus
consejos tienen precisión métrica, siempre da en la tecla en lo que respecta a
procesiones por dentro. Un tipo cuya transparencia no te deja indiferente sino
que te envuelve en una sinceridad que pocos pueden generar.
Aprendí demasiadas cosas con el
oriundo de Bragado. Especialmente el camino de la amistad, cofradía,
complicidad y, -por qué no contarlo- también hacer llevadera alguna que otra
depresión. Ahí me enseñó la lección más importante: resistir con épica la
indignidad. Comprender que, las derrotas, frustraciones, complicaciones de los
infiernos amorosos (o tóxicos) y otras inmersiones morales; en definitiva, son
los problemas de los hombres dignos y de bien. Los expuestos por la honestidad.
Compartir su presencia siempre fue
un grifo de conversaciones y consejos. Así pasamos la gran mayoría de las
noches trágicas del 2012: caminando por todos los barrios de Buenos Aires
buscando un poco de magia o ese no sé qué.
Intentando comprender la verdadera historia de la historia. Recuerdo una vuelta
que se nos hizo de día y, tomando café con leche, escribimos a cuatro manos una
cación: “el blues del fracaso”. Muchas veces reincidimos en las tentaciones.
Tenía un repertorio de frases que
repetía. Y una típica postura de hacerte sentir que no estás en el fondo del
mar; a menudo se adjudica el oro de la desdicha sólo para cuidarte. Una espalda
que sostiene el mundo. El ciudadano González es un amigo de esos que te llaman
para preguntarte cómo estas, no como un frio mode sino un interrogatorio sincero y fraterno.
Hace mucho no nos vemos. Pero el
tiempo no hace ahínco ni corre para nosotros. Porque en medio de la parodia humana, tengo certezas:
aunque el mundo se resetee, las flores se pudran, los trenes lleguen vacíos,
los chorros devuelvan botines y los rockeros al fin quieran volverse viejos… sé
que si a mi amigo le pido una mano, me dará las dos.
Lo extraño como si lo hubiera estado
viendo.
Santiago Jorge