2012


miércoles, 12 de septiembre de 2018

10 años después



Tu réplica jujeña vino a parar a mi clase. Entró como si nada, se acomodó en el fondo, enchufó su notebook gubernamental y fue ajena, casi ignorante, de las turbulencias ocasionadas. Toda una lucha desplomada. La vulnerabilidad ante el devenir de las cosas que, creemos, nos pertenecen. Las debilidades encarnadas con los vicios.

Explicar Kant fue una nebulosa insoportable. Ya no importaba esa clase. Abstraído del contexto, se presentó sin más la teoría de la relatividad findelmundista: el abismo entre la miseria privada y la vida pública envuelta en un éxito superficial. Saber que todo lo que se compra (a expensas de ese supuesto éxito) nunca va a alcanzar para frenar la fritura que te cocina el corazón. Los aplausos hacen eco en la soledad y dormir es un tránsito irremediable a pensamientos circulares.

Todo por unos rulos que caen sobre una piel tan blanca como el yogurt, unas manos refinadas y tu sonrisa siempre exagerada, casi grotesca, pero con una pizca de picardía emocional.
Todo tan parecido a vos.

lunes, 11 de junio de 2018

Maneras de Vivir: Fede González



Todo empezó en Mario Bravo y Cabrera, esquina donde tomamos nuestro primer café contextualizados por una mesa políticamente correcta: colegas de posgrado. Sin conocerme aseveró su afiliación radical y, para marcar aún más la cancha y su raigambre ideológica, contó que a los diez años, sin entender demasiado y por puro instinto, lloró frente al televisor cuando Menem ganó las elecciones del 89. Nos conocimos en plena grieta mientras su paciencia se acababa. La política siempre expulsa a los buenos. Vivía (y parece que vivimos) una transición.

Un hermano mayor, así lo definiría. Un hermano que siempre esta protegiendo a los suyos. Un ciudadano que aró a puro sudor el camino por que el transitamos los que venimos detrás. Por eso sus consejos tienen precisión métrica, siempre da en la tecla en lo que respecta a procesiones por dentro. Un tipo cuya transparencia no te deja indiferente sino que te envuelve en una sinceridad que pocos pueden generar.

Aprendí demasiadas cosas con el oriundo de Bragado. Especialmente el camino de la amistad, cofradía, complicidad y, -por qué no contarlo- también hacer llevadera alguna que otra depresión. Ahí me enseñó la lección más importante: resistir con épica la indignidad. Comprender que, las derrotas, frustraciones, complicaciones de los infiernos amorosos (o tóxicos) y otras inmersiones morales; en definitiva, son los problemas de los hombres dignos y de bien. Los expuestos por la honestidad.

Compartir su presencia siempre fue un grifo de conversaciones y consejos. Así pasamos la gran mayoría de las noches trágicas del 2012: caminando por todos los barrios de Buenos Aires buscando un poco de magia o ese no sé qué. Intentando comprender la verdadera historia de la historia. Recuerdo una vuelta que se nos hizo de día y, tomando café con leche, escribimos a cuatro manos una cación: “el blues del fracaso”. Muchas veces reincidimos en las tentaciones.

Tenía un repertorio de frases que repetía. Y una típica postura de hacerte sentir que no estás en el fondo del mar; a menudo se adjudica el oro de la desdicha sólo para cuidarte. Una espalda que sostiene el mundo. El ciudadano González es un amigo de esos que te llaman para preguntarte cómo estas, no como un frio mode sino un interrogatorio sincero y fraterno.

Hace mucho no nos vemos. Pero el tiempo no hace ahínco ni corre para nosotros. Porque  en medio de la parodia humana, tengo certezas: aunque el mundo se resetee, las flores se pudran, los trenes lleguen vacíos, los chorros devuelvan botines y los rockeros al fin quieran volverse viejos… sé que si a mi amigo le pido una mano, me dará las dos.
Lo extraño como si lo hubiera estado viendo.

Santiago Jorge

miércoles, 21 de febrero de 2018

Medianoche en Huaico II: Salvador Dalí



Anoche un infeliz se prendió del timbre a las cuatro de la madrugada. Sin despabilarme y confiado en la habitual tranquilidad del barrio, abrí la puerta sin preguntar. Era Salvador Dalí enfurecido. A punta de escopeta me trató de canalla y exigió que muestre al menos tres libros de George Orwell bajo pena de ejecutarme, sin juicio previo, por considerarlo un “crimen de pereza intelectual”. Asustado y flojo de reflejos, enseñé Rebelión en la Granja y 1984 mientras buscaba con desesperación Homenaje a Cataluña, la única carta que me salvaría del verdugo.

Al rato, y mientras seguía revolviendo estantes, escuché que apoyó su escopeta contra la pared. Giré tímido y entendí que se había olvidado por completo de la amenaza capital. Empezó a contarme escenas de violencia domestica que, según intuí, sufrió en carne propia. De pronto era un niño asustado, preguntándome si no tenía un Joint (un porro) para aliviar tristezas. Desempolvé el material y en plena elaboración artesanal (armado), cambió de idea: dijo que mejor veamos fútbol por TV (usó esa palabra formada por dos letras). Le dije que podíamos conciliar ambas ideas: fumar y hacer zapping hasta que encontremos un partido decente. Me contestó que una pitada le achacaría “un hambre fatal que sólo los mortales pueden saciar” y se tiró en el sillón abatido. Sus repentinas ganas de nada me recordaron la habitualidad de las depresiones mundanas y, de lo inútil que es ocultarlas. Basta con atravesarlas. De pronto el contexto empezó a desdibujarse y caí a cuentas que estaba en un sueño. No obstante, gracias al tono desahuciado de Salvador Dalí, había entendido la lección: saciar la vanidad y los bolsillos no sirven de nada cuando el corazón se contrae y marchita.

Me desperté recordando el último reclamo que no pude cumplir: ella quería cenar salchichas con puré.