2012


jueves, 23 de noviembre de 2017

Rockerita 2



El encajete se vio agravado. Sus amigos comentaban por lo bajo que el tipo estaba coqueteando con el peor de todos los precipicios: conchaína. 
Los hechos eran contundentes. Después de varios días de silencio y de mera casualidad, ella dijo (vía whatsapp conforme el siglo en que transcurre esta historia) que esa noche cantaría en el Torcuarto Tasso, otrora reducto marxista leninista, actualmente devenido en espacio tanguero de culto. Al tipo se le cayeron las medias. La debilidad se encontró con el vicio (ella) y se vio culpable y convicto de sus deseos. Pero no hay que atenuar las culpas: el deseo siempre va detrás de la voluntad.

Entonces, el tipo interrumpió su siesta y encarnó una idea ridícula y delirante: irse a verla esa misma noche. Ella no lo creyó capaz de tanto y dijo, más que nada por compromiso, “venite y canto para vos”.

La desesperación no lo dejó razonar. Llamó para reservar un pasaje de avión pero desde el call center explicaron que doce horas antes de las partidas no se podían realizar ventas telefónicas. El tipo no dudó, se fue directo al aeropuerto como una golondrina buscando el verano. Allí dejó tirado su auto y pagó una fortuna con el plástico crediticio para viajar en Business (único ticket disponible). El enconche empezaba a impactar en su estabilidad patrimonial.

Llegó a aeroparque y el viento del río le hizo sentir el viento en las velas. Sin adaptación alguna, le pidió al taxista que lo lleve a La Boca, a Parque Lezama sobre calle Defensa más precisamente. Cuando entró al garito, el show había comenzado. La nena brava, empotrada en medio del escenario desplegaba su incontinencia vocal, lucía un vestido floreado y un rodete tan ajustado que su pelo parecía engominado. Acaparaba toda la atención de los presentes. Era el centro de gravedad del convite musical.
El tipo quedó inmóvil como una estatua sosteniendo su pequeña mochila. Ella era un arrebato de sensualidad. Una obra de arte viviente que entonaba y gesticulaba, seduciendo a propios y extraños, hombres y mujeres.

Cuando el eclipse del canto finalizó, el tipo se quedó pensando si sería cierto lo que estaba sucediendo: sesgarse y rozar la ruina por abreviar los 1700 kilometros de distancia que lo separaban de su deseo: escucharla cantar en vivo. Verla de cuerpo presente.
Mientras tanto, ella era la dueña de las miradas y de las subjetividades convertidas en opinión de esa noche. Todos habían pagado para oírla. Y eso confluía en un poder irreverente y destructivo frente a las inseguridades del tipo, que replicaban en pensamientos absurdos acerca de qué carajo hacía allí.

Cuando lo vio se acercó con su frescura natural y pronunció la mentira más maravillosa de todas.
- Viniste. Nadie hizo tanto por mí –dijo con suavidad y lo abrazó para cubrir sus miedos.