El encajete se vio agravado. Sus
amigos comentaban por lo bajo que el tipo estaba coqueteando con el peor de
todos los precipicios: conchaína.
Los hechos eran contundentes. Después de varios días de silencio y de mera casualidad, ella dijo (vía whatsapp conforme el siglo en que transcurre esta historia) que esa noche cantaría en el Torcuarto Tasso, otrora reducto marxista leninista, actualmente devenido en espacio tanguero de culto. Al tipo se le cayeron las medias. La debilidad se encontró con el vicio (ella) y se vio culpable y convicto de sus deseos. Pero no hay que atenuar las culpas: el deseo siempre va detrás de la voluntad.
Los hechos eran contundentes. Después de varios días de silencio y de mera casualidad, ella dijo (vía whatsapp conforme el siglo en que transcurre esta historia) que esa noche cantaría en el Torcuarto Tasso, otrora reducto marxista leninista, actualmente devenido en espacio tanguero de culto. Al tipo se le cayeron las medias. La debilidad se encontró con el vicio (ella) y se vio culpable y convicto de sus deseos. Pero no hay que atenuar las culpas: el deseo siempre va detrás de la voluntad.
Entonces, el tipo interrumpió su
siesta y encarnó una idea ridícula y delirante: irse a verla esa misma noche. Ella no lo
creyó capaz de tanto y dijo, más que nada por compromiso, “venite y canto para
vos”.
La desesperación no lo dejó razonar.
Llamó para reservar un pasaje de avión pero desde el call center explicaron que
doce horas antes de las partidas no se podían realizar ventas telefónicas. El
tipo no dudó, se fue directo al aeropuerto como una golondrina buscando el
verano. Allí dejó tirado su auto y pagó una fortuna con el plástico crediticio
para viajar en Business (único ticket disponible). El enconche empezaba a
impactar en su estabilidad patrimonial.
Llegó a aeroparque y el viento del
río le hizo sentir el viento en las velas. Sin adaptación alguna, le pidió al
taxista que lo lleve a La Boca, a Parque Lezama sobre calle Defensa más
precisamente. Cuando entró al garito, el show había comenzado. La nena brava,
empotrada en medio del escenario desplegaba su incontinencia vocal, lucía un
vestido floreado y un rodete tan ajustado que su pelo parecía engominado.
Acaparaba toda la atención de los presentes. Era el centro de gravedad del
convite musical.
El tipo quedó inmóvil como una
estatua sosteniendo su pequeña mochila. Ella era un arrebato de sensualidad.
Una obra de arte viviente que entonaba y gesticulaba, seduciendo a propios y
extraños, hombres y mujeres.
Cuando el eclipse del canto
finalizó, el tipo se quedó pensando si sería cierto lo que estaba sucediendo:
sesgarse y rozar la ruina por abreviar los 1700 kilometros de distancia que lo
separaban de su deseo: escucharla cantar en vivo. Verla de cuerpo presente.
Mientras tanto, ella era la dueña de
las miradas y de las subjetividades convertidas en opinión de esa noche. Todos
habían pagado para oírla. Y eso confluía en un poder irreverente y destructivo
frente a las inseguridades del tipo, que replicaban en pensamientos absurdos
acerca de qué carajo hacía allí.
Cuando lo vio se acercó con su
frescura natural y pronunció la mentira más maravillosa de todas.
- Viniste. Nadie hizo tanto por mí –dijo
con suavidad y lo abrazó para cubrir sus miedos.