Tu réplica jujeña vino a parar a mi
clase. Entró como si nada, se acomodó en el fondo, enchufó su notebook
gubernamental y fue ajena, casi ignorante, de las turbulencias ocasionadas. Toda
una lucha desplomada. La vulnerabilidad ante el devenir de las cosas que,
creemos, nos pertenecen. Las debilidades encarnadas con los vicios.
Explicar Kant fue una nebulosa
insoportable. Ya no importaba esa clase. Abstraído del contexto, se presentó
sin más la teoría de la relatividad findelmundista: el abismo entre la miseria
privada y la vida pública envuelta en un éxito superficial. Saber que todo lo
que se compra (a expensas de ese supuesto éxito) nunca va a alcanzar para
frenar la fritura que te cocina el corazón. Los aplausos hacen eco en la
soledad y dormir es un tránsito irremediable a pensamientos circulares.
Todo por unos rulos que caen sobre
una piel tan blanca como el yogurt, unas manos refinadas y tu sonrisa siempre
exagerada, casi grotesca, pero con una pizca de picardía emocional.
Todo tan parecido a vos.