Diez años pasaron desde que era un
adolecente, mentí en casa y me escapé del ingreso a la facultad para ir a ver a
los Rolling Stones en la cancha de River. Corría el año 2006, Cromañón era muy
reciente en el luto rockero y no existía el curro de las pre venta con tarjetas
de crédito, (que se venden las entradas entre sí para agotarlas en diez minutos
y después revenderlas por Internet y agencias de viajes a precios irrisorios).
Celulares y gente filmando en pésimos formatos eran algo desconocido y estrambótico
en el ambiente de un recital, a nadie en sus cabales se le ocurría perderse un
segundo de emoción artística por filmar algo que después nunca se reproduciría.
Volvamos a la música. El cielo se
caía en Nuñez y la policía pidió concurrir al estadio con al menos seis horas
de anticipación por temores a corridas y destrozos por parte la patria stone
que había quedado afuera del banquete. Ya empapados y mientras tocaba la banda
de rock chabón “La 25”,
los “discapacitados” dejaban sus sillas de ruedas a un costado y salían
corriendo a buscar una mejor ubicación en el enorme campo de juego del estadio.
No era realismo mágico, sino avivada criolla: truchar un certificado de
discapacidad para ver el show de tu vida gratis. La argentinidad al palo.
Siguieron tocando Las Pelotas y Los Piojos, bandas que en ese entonces
convocaban y llenaban estadios por si solas, pero esa tarde de Febrero la
emoción de todos los presentes hacía pasar desapercibidos esos repertorios,
nadie podía más de la ansiedad.
Y luego de siete horas bajo el agua,
aparecieron los Rollings Stones. Sus Majestades. Nuestra religión. Nuestros
modelos de conducta. Un estilo de vida que siempre vamos a defender. Culpables
y convictos de nuestros dramas, alegrías y hundimientos químicos. Unos británicos
que quizá sean más importantes que Belgrano, San Martín, Sarmiento y todos esos
muchachos que conocemos sólo por los billetes o nombres de escuelas.
No hubo forma de no paralizarse ante
tamaña avalancha escénica. Sin artilugios, sin pantallas, sin efectos. Ellos
arriba del escenario para verlos tocar de verdad, apenas una tarima levemente
elevada para visualizar el talento incontenible de Charlie Watts. Arrancaron
con Jumpin´Jack Flash y verlo a Keith fue conmovedor: veterano rufián,
canoso, barrigón y con los dedos petrificados, nuestro héroe está donde tiene
que estar, dando cátedra de rock and roll y tocando puntualmente cada uno de
sus inmortales punteos. Ronnie es el acompañante perfecto, no hizo coros pero
mantiene un nivel superlativo con las seis cuerdas, derrochando alegría y buen
gusto.
Mick Jagger. Qué
decir que no se haya escrito. Dueño absoluto de las miradas: satánico
desfachatado y sarcástico, capaz de arrancar lágrimas cuando interpretó Out of
Controls, de enmudecer a setenta mil tipos cuando hace un solo de armónica y
con tiempo de hasta interpretar Angie, para calmar saciedades de los que
esperan clásicos.
No hace falta
hondar en la crónica de un recital para entender de qué estamos hablando. Basta
con decir que los Rolling Stones llevan de gira la misma cantidad que mis
padres llevan vivos. Glorias vivientes, sobrevivieron a todos los modernismos y
postmodernismos musicales y ahí están, vivitos y rockeando.
En 2006 dijeron
que sería la última vez que vendrían a Argentina, en apenas días los vamos a
tener nuevamente en La Plata, no hace falta ni siquiera desearles buen sonido,
basta con que sean ellos quienes aparezcan en el escenario para que la
conjugación gloria musical se haga presente… así como Salvador Dali se rió del
juicio surrealista iniciado por André Breton con la célebre frase “No pueden
echarme del surrealismo porque el surrealismo soy yo”, pase lo que pase, nadie
podría enjuiciar la próxima e inminente presentación de los Rolling Stones en
el Estadio Único de la Ciudad de La Plata.
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