2012


miércoles, 21 de febrero de 2018

Medianoche en Huaico II: Salvador Dalí



Anoche un infeliz se prendió del timbre a las cuatro de la madrugada. Sin despabilarme y confiado en la habitual tranquilidad del barrio, abrí la puerta sin preguntar. Era Salvador Dalí enfurecido. A punta de escopeta me trató de canalla y exigió que muestre al menos tres libros de George Orwell bajo pena de ejecutarme, sin juicio previo, por considerarlo un “crimen de pereza intelectual”. Asustado y flojo de reflejos, enseñé Rebelión en la Granja y 1984 mientras buscaba con desesperación Homenaje a Cataluña, la única carta que me salvaría del verdugo.

Al rato, y mientras seguía revolviendo estantes, escuché que apoyó su escopeta contra la pared. Giré tímido y entendí que se había olvidado por completo de la amenaza capital. Empezó a contarme escenas de violencia domestica que, según intuí, sufrió en carne propia. De pronto era un niño asustado, preguntándome si no tenía un Joint (un porro) para aliviar tristezas. Desempolvé el material y en plena elaboración artesanal (armado), cambió de idea: dijo que mejor veamos fútbol por TV (usó esa palabra formada por dos letras). Le dije que podíamos conciliar ambas ideas: fumar y hacer zapping hasta que encontremos un partido decente. Me contestó que una pitada le achacaría “un hambre fatal que sólo los mortales pueden saciar” y se tiró en el sillón abatido. Sus repentinas ganas de nada me recordaron la habitualidad de las depresiones mundanas y, de lo inútil que es ocultarlas. Basta con atravesarlas. De pronto el contexto empezó a desdibujarse y caí a cuentas que estaba en un sueño. No obstante, gracias al tono desahuciado de Salvador Dalí, había entendido la lección: saciar la vanidad y los bolsillos no sirven de nada cuando el corazón se contrae y marchita.

Me desperté recordando el último reclamo que no pude cumplir: ella quería cenar salchichas con puré.

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