Anoche un infeliz se prendió del
timbre a las cuatro de la madrugada. Sin despabilarme y confiado en la habitual
tranquilidad del barrio, abrí la puerta sin preguntar. Era Salvador Dalí
enfurecido. A punta de escopeta me trató de canalla y exigió que muestre al
menos tres libros de George Orwell bajo pena de ejecutarme, sin juicio previo, por
considerarlo un “crimen de pereza intelectual”. Asustado y flojo de reflejos,
enseñé Rebelión en la Granja y 1984 mientras buscaba con desesperación Homenaje a Cataluña, la única carta que
me salvaría del verdugo.
Al rato, y mientras seguía
revolviendo estantes, escuché que apoyó su escopeta contra la pared. Giré tímido
y entendí que se había olvidado por completo de la amenaza capital. Empezó a
contarme escenas de violencia domestica que, según intuí, sufrió en carne
propia. De pronto era un niño asustado, preguntándome si no tenía un Joint (un
porro) para aliviar tristezas. Desempolvé el material y en plena elaboración
artesanal (armado), cambió de idea: dijo que mejor veamos fútbol por TV (usó
esa palabra formada por dos letras). Le dije que podíamos conciliar ambas
ideas: fumar y hacer zapping hasta que encontremos un partido decente. Me contestó
que una pitada le achacaría “un hambre fatal que sólo los mortales pueden
saciar” y se tiró en el sillón abatido. Sus repentinas ganas de nada me
recordaron la habitualidad de las depresiones mundanas y, de lo inútil que es
ocultarlas. Basta con atravesarlas. De pronto el contexto empezó a desdibujarse
y caí a cuentas que estaba en un sueño. No obstante, gracias al tono desahuciado
de Salvador Dalí, había entendido la lección: saciar la vanidad y los bolsillos
no sirven de nada cuando el corazón se contrae y marchita.
Me desperté recordando el último
reclamo que no pude cumplir: ella quería cenar salchichas con puré.
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