Caminábamos por una Madrid minada por la nostalgia y el
desencuentro, nosotros éramos todas las esquinas pero sabíamos que se nos había
acabado la suerte: vos Barajas y yo Lisboa. Ese puente aéreo iba a separar lo
que de antemano supimos estaba dislocado. Y la distancia nunca más dejó arrimar
los átomos. Si supieras que tengo guardado debajo de la alfombra de mi corazón ese
jodido día en que yo portaba una fiebre insufrible y vos me cuidabas y mimabas.
Me llevaste a tu hotel de la Gran Vía y me trataste con una dulzura tal que no
vale la pena recordar.
Y las horas pasaron y llegó el final. Nos despedimos en una
estación de metro, rodeados de gente indiferente que iba y venía a toda prisa. Vos
llorando como una niña porque sabias que éramos un imposible; y yo como un
tonto intentando consolar lo que era irremediable: la hoguera de la vida estaba
prendida y por ahí se fue nuestro espejismo de treinta noches salamantinas, de
aniversario en El Pecado, de escapada a Sevilla y de escondernos infantilmente
de ese ojo ajeno que tenías miedo te juzgara por darme la mano en ese invierno
español.
Dicen que cada uno elige sus problemas y a mí todavía me
duele haberme sumergido en un vaso tan chiquito de agua. No haberme dado cuenta
que te jugabas la camiseta por lo que nos estaba pasando, de que ya te habías
arriesgado la piel y estabas dispuesta a más. Pero no lo vi y cobardemente
me perdí en otra quimera para que no me doliera. Las fichas que tardan en caer
parecen ser las más pesadas, ese es mi escarmiento de hoy. Tan lejos cuando
pudimos estar tan cerca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario